Jorge Panchoaga. La casa grande

“Vinculó su vida a la amargura
de aquellos que por techo tienen el amplio firmamento
por lecho el duro suelo
y por almohada, sus tristes pensamientos.”

Ninfa Aracely Manzano

El departamento del Cauca, es históricamente un territorio de importancia social y geográfica para el territorio que hoy conocemos como Colombia. Primero, como un enclave indígena donde convivían los pueblos Pishau, Nasa, Coconuco, Misak y Ambaló, entre otros, en comercio y relaciones interétnicas políticas y de intercambio. A la llegada española este territorio ya estaba habitado; en 1537 Ampudia y Añasco combatieron a los pueblos indígenas comandados por el Cacique Payan y Calambas, en una lucha de treinta días en la cual, por superioridad armamentista, cayeron los caciques vencidos. Luego de la guerra, dando muestra que la lucha no era la única estrategia para resistir, sobrevino una hambruna de tal magnitud, que durante meses no se encontró nada para comer: “en un acto de resistencia suicida decidieron entonces, negarse a sembrar y cultivar, con la esperanza de ver salir al invasor de sus dominios” dice el cronista Andagoya. La vida social colonial, estuvo marcada por la subordinación y la explotación indígena de manera controlada como fruto y recompensa de la campaña de conquista. Posteriormente en el proceso independista y de construcción del estado nación, el Cauca participó activamente con soldados y lucha; en este escenario se hizo evidente una relación secular entre el individuo, su patrimonio y su heredad; la tierra constituyó el suelo natal, la conversión más sentida de la patria, todo llevado a obviar lo local en función de lo nacional, ocultando las historias singulares y diversas en favor de una historia única y nacional. En la carta de 1821 emitida por los cabildantes de Popayán al nuevo centro de poder: Bogotá, se reprodujeron dentro del nuevo orden nacional, las relaciones de subordinación social, política y económica que caracterizaban la vida social indígena en la colonia. Las leyes republicanas buscaron favorecer el sistema de hacienda en deterioro de la figura del resguardo obteniendo mano de obra gratis con los poblados indígenas. Así las cosas, la Independencia no cambió las condiciones, pese a ello los indígenas resistieron con su tradición y forma de vida. En 1991, se reconoce la virtuosa diversidad cultural del país, pero el territorio se encuentra sumergido hace décadas en una guerra de la cual ha sido imposible salir. Para el año 2012, diversos informes señalan al departamento del Cauca como el escenario social donde más familias fueron desplazadas de manera forzada, abandonaron sus pertenencias y su espacio de vida por distintos aspectos entre los que se resaltan el conflicto armado. La resistencia en todos estos escenarios se ha hecho presente, no siempre como un acto estrictamente político o de protesta sino más bien como un acto cotidiano, donde la heredad, las historias familiares y la vida en comunidad prevalecen, pues la resistencia se siembra en la Casa Grande: el territorio. La porción de cielo que le corresponde mirar a cada ser humano en su infancia se relaciona íntimamente con el territorio en que nació para vivir, con su familia y su ventana, con lo heredado por los mayores para relacionar la construcción de una identidad con la tierra y sus semejantes y de esta manera construir una idea de mundo. La casa como primer escenario social plantea el propósito de consolidar el núcleo social básico de toda comunidad, es aquí donde las diferencias culturales se establecen, donde las historias y mitos se transmiten para identificarnos y donde el cosmos del universo se construye particular y dinámico en cada sociedad. A su vez, es en la casa y la familia  donde la diferencia nos une, pues somos herederos todos del conocimiento de nuestros mayores, vivimos en espacios similares, dormimos en habitáculos distintos que se parecen y usamos herramientas para subsistir y relacionarnos con nuestro entorno. En la casa todos hacemos parte integral de un mundo cósmico y vital al que pertenecemos y al mismo tiempo un mundo que nos espera para construir en la dialéctica de la vida. Las cámaras oscuras han sido construidas con las familias y los amigos que he hecho a lo largo de este trabajo. Entrar el territorio a cada habitáculo y espacio de la casa, constituye y representa ese proceso histórico e identitario donde familia, cultura y territorio se entrelazan como una unidad insondable e imposible de desfragmentar. La cocina como mejor espacio para transmitir el conocimiento de los mayores. El cuarto como escenario para soñar con mundos posibles. Las paredes para colgar los recuerdos que nos señalan nuestro devenir social. Las imágenes invertidas nos recuerdan esa posibilidad de transformar nuestra realidad. Los retratados: objetos y personas me acercaron a la cotidianidad, a los símbolos históricos; y al mismo tiempo me permitían entender su forma de vida, y el carácter de cada persona. Muchos retratos resultan anónimos en esta serie no por que no tengan nombre sino por resaltar el valor de la unión como conjunto y por crear esa posibilidad de ser cada uno de nosotros. Finalmente, las casas han sido iluminadas con las linternas de cada familia, muchas veces también han sido fotos obturadas por los habitantes de cada hogar mientras yo pintaba la casa con la luz de su linterna. El ejercicio nos ha permitido entender que imaginar y unirnos es indispensable para construir. Las imágenes aquí presentadas parten de esa construcción de amistades y de mi curiosidad por entender la resistencia histórica indígena. Un trabajo en conjunto para retratar la cotidianidad y realizar una labor pocas veces asumida por la fotografía, la labor de imaginarnos nuevas realidades posibles: dinámica indispensable en la filosofía epistémica de construir nuevos mundos, uno donde la casa y la tranquilidad de la familia caucana sea posible.

Texto de Jorge Panchoaga

La casa grande

Texto de Nerea Ubeto

El afuera adentro Esta es la historia de un niño que quería saber más sobre su abuelo. Al pequeño Jorge Panchoaga solían contarle diferentes versiones de cómo el padre de su progenitora había emigrado del resguardo a la cuidad. Algunas rozaban lo fantástico, como la de su abuelo escapando por la ventana antes de quemaran su casa. Otras, más verosímiles, explicaban que se perdió siendo jornalero con tan sólo nueve años después de que le mandaran hacer un encargo lejano. Cuando volvió sus compañeros no estaban, entonces comenzó a vagar sin rumbo hasta que fue recogido por una familia que se lo llevó a la urbe. Así es como se constituye la primera generación mestiza de indígenas, de la familia de Panchoaga, que viven en la ciudad. En el transcurso de veinte años, el abuelo perdido vuelve a la zona de El Cauca y recupera a su madre que le daba por muerto. Desde entonces seguirá visitándola, haciendo la ruta a pie durante tres o cuatro días, aunque su hogar se haya trasladado a la ciudad. Panchoaga se crió a medio camino, viviendo en la ciudad, pero conservando muchas creencias indígenas, como no ir al médico porque se piensa que solo adivinan la salud. La atracción que sentía hacia sus raíces le llevaron a preguntarse que es lo que hubiera pasado de haber nacido allí, como su abuelo. Para averiguarlo decide realizar la misma ruta que llevo a cabo él con el fin de reencontrarse con su madre y, así, es como comienza el proyecto. El problema es que El Cauca es uno de los 32 departamentos de Colombia donde más predominan los conflictos armados. En la zona hay muchas tomas guerrilleras, circulación de armas, drogas; circunstancias que le obligaron a plantear el trabajo en capítulos. El primero son 27 retratos con audio de personas que cuentan un episodio cualquiera sobre su vida, en ellos la palabra se establece como eje de la historia y de la identidad. El segundo parte de las numerosas migraciones existentes en un área que, en el 2013, fue la primera en desplazamientos forzados dentro del país. El artista recorría la región investigando relatos de gente que se hubiese marchando del lugar y tuviese a alguien esperándole. El proceso que realizaban los escogidos consistía en escribir una carta que se grababa en voz y se mandaba a la persona ausente en un CD que contenía el audio acompañado de imágenes del entorno del emisor. Asimismo, el fotógrafo grababa a los receptores en el momento de recibir la carta. Los testimonios son verdaderas muestras de dolor frente a la distancia de un ser querido. «Todos nos encerramos y lloramos por dentro, casi hasta ahogar el corazón», revela uno de los transmisores. La tercera etapa es la que nos ocupa: La Casa Grande. En ella se hace hincapié en la unión como parte de la resistencia y en el valor de la tradición en relación a la tierra. Nacemos vinculados a un lugar que de alguna manera nos pertenece. De él extraemos nuestras primeras imágenes e impresiones, en él experimentamos con el espacio que nos rodea y establecemos las relaciones más elementales. Comenzamos a aprehender lo externo incorporándolo a lo interno. Es nuestra casa, el núcleo familiar, ese reducto generador de emociones donde se arraigan los rasgos definitorios de la identidad. Cultura y territorio se unen en la casa. Sin embargo, esto es solo un punto de partida, los desplazamientos y los nexos con las personas en seguida crecen y nos llevan a otros destinos, los cuales, al vivirlos y semantizarlos, acaban integrándose en nuestra experiencia. Este equipaje vivencial es lo que el pueblo nasa entiende como «la gran casa» que a su vez es la tierra, el universo, el todo. La cosmovisión nasa implica que cada individuo está vinculado con el mundo y con el territorio de un modo íntimo y particular. Esta es la razón por la cual el cielo tiene una presencia tan importante en la serie fotográfica, porque a cada persona le pertenece la porción de firmamento correspondiente al lugar donde nació. La experiencia personal no se puede desligar del conjunto. Todo está relacionado, la casa es el mundo. Para materializar esta bella metáfora, Panchoaga desarrolla un proceso de trabajo no menos hermoso: convertir los hogares de los retratados en cámaras oscuras y realizar la fotografía de la imagen del exterior posada sutilmente en el interior a través de la luz. De esta manera las montañas, el cielo, los árboles y, en definitiva, el cosmos, entran a formar parte literalmente de la casa. En algunas tomas los personajes y el paisaje están boca abajo y el habitáculo está al derecho, en otras ocurre al contrario. Sin embargo, todos los elementos conviven en un solo espacio íntimo, aquel que habitan, donde por extensión está incluido el afuera. El peso del territorio en la construcción de la identidad se refleja asimismo en los retratos cuyos rostros están surcados por unas líneas que se corresponden con las curvas de nivel de las montañas donde viven. Estas personas no serían las mismas si se hubieran criado en una ciudad con semáforos, son lo que son en base a su lugar de nacimiento. Conscientes de ello, otorgan una importancia crucial a su casa, en realidad, el territorio.
Firmado por Nerea Ubieto, mayo de 2015

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