Carlos Araya, Alep
La observación contemporánea del mundo nos lleva inevitablemente a considerar la ruina como la característica propia del hombre civilizado, la forma moderna de su Vanidad, y nuestra sociedad de consumo como una consumación que desconoce la saciedad. La guerra desde este punto de vista es una especie de relámpago del consumo, una destrucción masiva de bienes de muy alta tecnología donde el hombre ya no es parte de un proceso de plusvalía, excepto como una variable de ajuste de la plusvalía. Si el desarrollo de las fuerzas productivas revela cada vez más el desmoronamiento de esta otra cara del desencadenamiento de las fuerzas destructivas contra todos los aspectos de la vida, en la guerra, este potlatch invertido revela su absoluta Vanidad. Podría describirse como la Metafísica del Terror. Los tres grandes miedos contemporáneos son constitutivos de ella: el miedo a no tener más, el miedo a no ser más y el miedo a ser convertido en un inmigrante: este chivo expiatorio de la modernidad.
Precisamente, este tipo de Vanidad es el tema abordado por Carlos Araya en las pinturas de gran formato sobre la destrucción de Aleph, que se presenta como una especie de políptico espacial. Una obra única.
A las Vanidades ordinarias que nos muestran el espejo donde podemos ver la banalidad de nuestro género y su inexorable finitud (donde persistimos sólo representados por un cráneo descarnado que proclama el desastre de nuestra desaparición), Carlos Araya sustituye a otro sujeto, donde ya no se trata de la apariencia física en ruinas del hombre, sino de su objeto, el de la consciencia antepuesta a la consecuencia de la ruina de la civilización que lo ha arruinado: la tierra de nadie.
En esta nueva serie de vistas de la ciudad destruida de Alepo, Carlos Araya continúa su diálogo con la fotografía y sus clichés, negando a Roland Barthes y su afirmación en la Cámara lúcida sobre la tiranía fotográfica que sometería a todas las demás formas de representación a una muerte llana.
Carlos no se somete al mandato emocional, no acumula juicios para transformarlos en evidencia de la actividad ruinosa del hombre, no, Carlos pone al hombre de nuevo en el corazón de la visión, lo pone de nuevo en el centro de la esfera, lo libra de sus irrazonables impulsos emocionales, lo devuelve como un sabio observador de una actualidad revisitada por el saber hacer del ojo pictórico, lo realza, lo saca de la emoción instantánea, lo reelabora para darle un sentido universal y una duración reflejada, obligando al voyeur a convertirse en vidente. «¡Muévete porque hay de todo para ver!»
Porque si la ausencia de representación humana en esta tierra de nadie es perturbadora, esto se refuerza por el hecho de que la única presencia humana ¡somos Nosotros! Nosotros, los observadores, estamos invitados a considerar esta puesta en abismo de clichés mediante un montaje inteligente de múltiples puntos de vista, diferentes configuraciones, perspectivas variadas, que nos sacan de una simple confrontación retiniana. Desde este punto de vista, estamos ante una especie de antítesis del Guernica de Picasso.
A través de este dispositivo, Carlos Araya se reconecta con el antiguo Arte Parietal, Lascaux o la Rotonda de las Vacas Negras, donde el ojo está en el centro de la representación, pero debe transitar sin cesar. Lo que nos ayuda a ver, en toda conciencia, son los relieves de la muerte en las periferias destruidas de las que nos hemos convertido en un centro. En este trabajo del ojo, este parto retiniano, Carlos Araya «Carlanga» amplía su reflexión sobre la desaparición programada de nuestra civilización. Las ruinas de Alepo que nos muestra Carlos, son el vanidoso alfa que nos advierte contra la omega nadasesina….
Texto de Gérald Stehr (París, septiembre de 2018). Traducción del francés de Guillermo Vargas Quisoboni